LEGION DE MARIA

Saturday, November 21, 2015

La realeza social de Jesucristo

Gabriel García Moreno firma el Concordato con la Santa Sede.
García Moreno había entendido perfectamente la perversidad que se escondía en el ideario de 1789 y su radical incompatibilidad con la doctrina católica. Había entendido que en la historia de su tiempo se seguía concretando el enfrentamiento teológico de las Dos Ciudades de San Agustín o de las Dos Banderas de San Ignacio. De ahí que consideraba su quehacer político como una forma, y cuán elevada, de combate y de apostolado. Escribe el P. Berthe que su celo era tan intenso que si hubiera sido sacerdote habría sido un San Francisco Javier. Como Jefe de Estado quiso al menos abrir caminos a la Iglesia, a sus sacerdotes y misioneros, derribando los obstáculos que la Revolución había acumulado. De tal manera lo devoraba este fuego de caridad, que no podía ocultarlo ni aun cuando estaba de viaje, recorriendo los caminos de su Patria. «Cuando el presidente venía en medio de nosotros para vivir como simple particular –contaban aquellos pobres labradores–, no nos perdonaba ni el castigo, ni la corrección; pero era un verdadero santo; nos daba grandes jornales y magníficas recompensas; nos enseñaba la doctrina cristiana, rezaba el rosario, nos explicaba el evangelio, nos hacía oír misa, y a todos nos preparaba para la confesión y comunión. La paz y la abundancia reinaban en nuestras casas; porque sólo con la presencia de tan excelente caballero, se ahuyentaban todos los vicios». La humildad a que arriba nos referimos hacía que cuando hablaba de sus actos de gobierno, por ejemplo ante los miembros del Congreso, trataba de disminuir sus méritos para que todo fuese ordenado a Dios. «Entro en estos detalles –dijo en cierta ocasión– no para gloria nuestra sino de Aquel a quien todo lo debemos, y a quien adoramos como a nuestro Redentor y nuestro Padre, nuestro protector y nuestro Dios». Dios era para él un ser vivo, no aquel «Ser supremo» o aquella «Providencia» genérica, tan frecuente en los discursos de gobernantes secularizados. Concretaba así el lema ignaciano: Omnia ad maiorem Dei gloriam, todo a la mayor gloria de Dios. De ahí que no pudiera disimular su gozo cuando se enteraba de que el cristianismo hacía 43 progresos en su Patria. También cuando prosperaba en el extranjero, ya que su corazón era católico, es decir, universal. «¡Gloria a Dios y a la Iglesia –escribía en 1874– por las numerosas conversiones que se operan entre los disidentes, especialmente las del Marqués de Ripón, de lord Grey y de su Majestad la reina madre de Baviera! Es indudable que estos grandes ejemplos tengan influencia decisiva en la conversión de todos los protestantes de recto corazón». Cierta vez le reprocharon el haber puesto el Estado a los pies de la Iglesia. Él respondió: «Este país es incontestablemente el reino de Dios; le pertenece en propiedad y no ha hecho otra cosa que confiarlo a mi solicitud. Debo, pues, hacer todos los esfuerzos imaginables para que impere en este reino; para que mis mandatos estén subordinados a los suyos, para que mis leyes hagan respetar su ley». No era sino la aplicación de aquellas dos súplicas de la oración dominical: «Venga a nosotros tu reino» y «Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo»