San Vicente de Paúl y la Virgen María (Segunda parte)
Dios desde toda la eternidad, tuvo el designio de elevar a la humanidad hasta él. Eligió hacerlo por amor y para eso dar lo mejor de sí mismo al hombre pecador. Venir al mundo lo obligó a la Encarnación. Una mujer debió encarnar a su Hijo. Se lo pide a María, la mujer inmaculada. Ella, según san Vicente, sólo tiene un deseo: servir. Se convierte en servidora, siempre, plenamente preocupada por realizar el plan de Dios. (Dios) “previó, pues, que como era preciso que su Hijo tomara carne humana de una mujer, era conveniente que la tomase de una mujer digna de recibirlo, una mujer que estuviera llena de gracia, vacía de pecado, enriquecida de piedad y alejada de todos los malos afectos. Presentó ya entonces ante su vista a todas las mujeres que habría en el mundo y no encontró a ninguna tan digna de esta gran obra como la purísima e inmaculada Virgen María. Por eso se propuso desde toda la eternidad disponerle esta morada, adornarla de los más admirables y dignos bienes que puede recibir una criatura, a fin de que fuera un templo digno de la Divinidad, un palacio digno de su Hijo. Si la previsión eterna puso ya entonces sus ojos para descubrir este receptáculo de su Hijo y, después de descubrirlo, lo adornó de todas las gracias que pueden embellecer a una criatura, como él mismo lo declaró por boca del ángel que le envió como embajador, ¡con cuánta mayor razón hemos de prever nosotros el día y la disposición requerida para recibirlo!… El Espíritu Santo no quiso que aquella acción tuviera lugar sin contribuir él mismo a ella, y escogió la sangre más pura de la Virgen para la concepción de aquel cuerpo” (X, 43). “A los grandes, a los príncipes y a los reyes; a ésos es a quienes rendís vuestro homenaje. Tan cierto es esto que Dios observó este mismo orden en la Encarnación. Cuando el ángel fue a saludar a la santísima Virgen, empezó por reconocer que estaba llena de las gracias del cielo: «Ave, gratia plena»: Señora, estás llena y colmada de los favores de Dios; «Ave, gratia plena». Así lo reconoce y la alaba como llena de gracia. Y ¿qué hace luego? Aquel hermoso regalo de la segunda persona de la santísima Trinidad; el Espíritu Santo, reuniendo la sangre más pura de la santísima Virgen, formó con ella un cuerpo, luego creó Dios un alma para informar aquel cuerpo y, a continuación, el Verbo se unió a aquella alma, y a aquel cuerpo por una unión admirable, y de esta forma, el Espíritu Santo realizó el misterio inefable de la Encarnación. La alabanza precedió al sacrificio” (XI, 606). “La Providencia ha permitido que la primera palabra de vuestras Reglas sea de esta manera: «La Compañía de las Hijas de la Caridad se ha fundado para amar a Dios, servirlo y honrar a nuestro Señor, su dueño, y a la santísima Virgen». Y ¿cómo lo honraréis vosotras? Vuestra Regla lo indica haciéndoos conocer el plan de Dios en vuestra fundación: «Para servir a los pobres enfermos corporalmente, administrándoles todo lo que les es necesario; y espiritualmente, procurando que vivan y mueran en buen estado». Fijaos, hijas mías; haced todo el bien que queráis; si no lo hacéis bien, no os aprovechará de nada. San Pablo nos lo ha enseñado: «Dad vuestros bienes a los pobres; si no tenéis caridad, no hacéis nada; no, aunque deis vuestras vidas». ¡Oh, mis queridas Hermanas! Hay que imitar al Hijo de Dios que no hacía nada sino por el amor que tenía a Dios, su Padre. De esta forma, vuestro propósito, al venir a la Caridad, tiene que ser puramente por el amor y el gusto de Dios; mientras estéis en ella, todas vuestras acciones tienen que tender a este mismo amor. El medio principal y más seguro para adquirir este amor, es pedírselo a Dios, con gran deseo de obtenerlo. ¿De qué os serviría llevar una sopa, un remedio a los pobres, si el motivo de esta acción no fuera el amor? Ése era el motivo de todas las acciones de la santísima Virgen y de las buenas mujeres que servían a los pobres, bajo la dirección de nuestra Señora y de los apóstoles, santa Magdalena, santa Marta, santa María Salomé, Susana y santa Juana de Cusa, mujer del procurador de Herodes, a las que os sentís tan felices de suceder” (IX, 38-39). Siendo sierva en el plan de Dios, María llega a ser el modelo de todo vicenciano: Misionero, Hija de la Caridad, Laico. Ella nos señala el camino de la disponibilidad ante las necesidades de los demás. “Hijas mías, el hacer la visita no es un asunto poco importante y se encuentran muy pocos espíritus que sean capaces de actuar de forma que la hagan útilmente. Hay que hacerla pensando solamente en Dios y como la hizo la santísima Virgen, cuando fue a visitar a santa Isabel, esto es, con toda mansedumbre, con amor, con caridad. Ella no reprendió a nadie, sino que, con su ejemplo, instruyó a santa Isabel y a toda su familia en sus deberes. No reprendáis nunca” (IX, 245-246). “Para hacer que vuestro viaje, o lo que vayáis a hacer sea agradable a Dios, tenéis que proponeros adorar a nuestro Señor en las personas con las que vais a tratar. Si tenéis que tratar con algún hombre, tenéis que imaginaros que es con nuestro Señor con quien habláis; si es con alguna mujer, pensad que es con la santísima Virgen” (IX “La Asociación de la Caridad será instituida para honrar a nuestro Señor Jesucristo, su patrono, y a su santa Madre, a fin de atender a las necesidades de los pobres sanos e inválidos, darles catecismo, hacer que frecuenten los sacramentos, alimentarlos y proporcionar medicinas a los pobres enfermos” (X, 594). “Conozco varias reglas, pero no creo haber visto ninguna que honre más a Dios que las vuestras; no, no he visto jamás a una Compañía que dé más gloria a Dios que la vuestra. Ha sido instituida para honrar la gran caridad de nuestro Señor. ¡Qué felicidad, mis queri-das Hermanas! Ese sí que es un fin noble. ¡Estar fundadas para honrar la gran caridad de nuestro Señor, tenerlo a él por modelo y ejemplo, junto con la santísima Virgen, en todo lo que hacéis! ¡Dios mío, qué felicidad! ¡Qué dichosas son las madres que llevan a sus hijos a que hagan este ejercicio, que debe ser la continuación de aquél que hicieron en la tierra nuestro Señor y su santísima Madre!” (IX, 739-740). “La Providencia ha permitido que la primera palabra de sus Reglas sea de esta manera: «La Compañía de las Hijas de la Caridad se ha fundado para amar a Dios, servirlo y honrar a nuestro Señor, su dueño, y a la santísima Virgen». Y ¿cómo lo honraréis vosotras? Vuestra Regla lo indica haciéndoos conocer el plan de Dios en vuestra fundación: «Para servir a los pobres enfermos, corporalmente, administrándoles todo lo que les es necesario; y espiritualmente, procurando que vivan y mueran en buen estado” (IX, 38). San Vicente nos invita a rezar a María. Hasta lo convierte en Regla. Pero también da el ejemplo de una oración sencilla, filial y siempre apostólica. María esclava de nuestro Señor, debe guiar el servicio de sus hijos. “Ruego a nuestro Señor que os bendiga y os llene de su espíritu, para que en adelante viváis de ese mismo espíritu, humildes y obedientes como él. Así es, mis queridas Hermanas, como podréis vivir de su vida. Salvador mío, te pido que estas Hermanas no vivan más que de tu vida por la imitación de tus virtudes. Hijas mías, para obtener esta gracia, recurramos a la Madre de misericordia, la santísima Virgen, vuestra gran patrona. Decidle : «Puesto que esta Compañía de la Caridad se ha fundado bajo el estandarte de tu protección, si otras veces te hemos llamado Madre nuestra, ahora te suplicamos que aceptes el ofrecimiento que te hacemos de esta Compañía en general y de cada una de nosotras en particular. Y puesto que nos permites que te llamemos Madre nuestra y eres realmente la Madre de misericordia, de cuyo canal procede toda misericordia, y puesto que has obtenido de Dios, como es de creer, la fundación de esta Compañía, acepta tomarla bajo tu protección». Hijas mías, pongámonos bajo su dirección, prometamos entregarnos a su divino Hijo y a ella misma sin reserva alguna, a fin de que sea ella la guía de la Compañía en general y de cada una en particular” (IX, 1147-1148). “Salvador de mi alma, concede a nuestras Hermanas esta gracia por la sumisión que tuviste a las órdenes de tu Padre y por la sumisión que les has dado a nuestras Hermanas; concédenos la también por amor a la sumisión de la santísima Virgen; concédenos la gracia de que no pongamos en ninguna otra cosa, nuestra confianza más que en ti, por la conformidad que siempre tuviste con la voluntad de tu divino Padre” (IX, 1064). “Santísima Virgen, que dijiste a todo el mundo en tu cántico que la humildad es precisamente la causa de tu gloria, obtén para estas hijas que sean como Dios pide de ellas; adórnalas de tus virtudes. Tú eres Madre y Virgen al mismo tiempo. Ellas son también vírgenes. Ruegan, entonces, a tu Hijo, por las entrañas de tu vientre en donde él estuvo alojado nueve meses, que nos conceda esta gracia” (IX, 1078-1079). La misma bula (de erección de la C. M.) nos recomienda expresamente que veneremos también con un culto especial a la santísima Virgen María, cosa que debemos hacer también por otras muchas razones. “Nos esforzaremos en hacerlo a la perfección con la ayuda de Dios: 1° dando honor cada día con devoción singular a esta nobilísima madre de Cristo y madre nuestra; 2° imitando sus virtudes en la medida de nuestras fuerzas, sobre todo, la humildad y la castidad; 3° animando con celo a los demás, siempre que se ofrezca ocasión, a que también la honren constantemente en gran manera y la sirvan con dignidad” (RC., X, 4). “Después de dar las gracias se dirá el Ángelus, y si no lo saben, tres Avemarías” (art. 5). “A las ocho acudirán al lugar señalado para hacer en común el acto de la tarde en la forma acostumbrada; a saber: leer el martirologio, donde se pueda, e inmediatamente los puntos de la meditación del día siguiente, hacer el examen general, y después recitar las letanías de la Virgen, el Pater, Ave y Credo, y las demás oraciones ordinarias; después de ellas se leerá al menos el comienzo de cada punto de la misma meditación, y después se retirarán para acostarse” (art. 11). “Además de lo señalado aniba, se dirá el rosario, y esto en diversos momentos, como una decena después de la oración de la mañana, dos cuando se está en la iglesia esperando a que empiece la misa, o si ha comenzado, hasta el evangelio, una después del Ángelus del mediodía y otra después del de la tarde” (art. 16) (3) También sabemos por Maturina Guérin en su “Coutumier” de 1667, que “el día octavo, al terminar la conferencia, antes de la bendición del Director, la superiora u otra nombrada para el caso, leía en voz alta el acto de ofrecimiento a la santísima Virgen, y todas las Hermanas, de rodillas, dicen en voz baja, las mismas palabras, con afecto”. He aquí el texto que, ciertamente es del tiempo de san Vicente: “Nosotras, muy indignas Hermanas de la Compañía de las Hijas de la Caridad, constituidas y puestas en la presencia de Dios y de toda la corte celestial, reconociendo por una parte las grandes necesidades que tenemos de las gracias de Dios, tanto para corregimos de nuestros defectos, y adquirir las virtudes de nuestro estado como para desempeñar bien nuestras tareas; y, por otra, acordándonos, oh santísima y gloriosísima Virgen María, de vuestro gran poder ante nuestro Señor, Hijo vuestro, y de vuestra incomparable bondad para con los pobres cristianos; para obtener esas gracias acudimos a ti, como a la Madre de misericordia, con la confianza de que, por vuestro medio, seremos ayudadas y socorridas; por eso, misericordiosísima Virgen, prosternadas en cuerpo y en espíritu a los pies de vuestra Majestad, os suplicamos muy humildemente que aceptéis gustosamente el ofrecimiento irrevocable de nuestras almas y de nuestras personas, que dedicamos y consagramos, en esta fiesta, a vuestro servicio y a vuestro amor para todo el curso de nuestra vida, y para toda la eternidad; proponiéndonos, con la asistencia del Espíritu Santo, de teneros para siempre un respeto singular y una veneración muy particular, y de invitar a los demás a honraros, imitaros e invocaros, para hallar gracia ante Dios. Nos tomamos incluso la confianza de pediros, ¡oh santísima Madre de Dios!, que tengáis a bien recibir a todas en general, y a cada una en particular bajo vuestra santa protección, acogiéndoos por nuestra Señora y Dueña, por nuestra Patrona y Abogada; suplicándoos que nos obtengáis el perdón de todas las faltas que hemos cometido contra su divina Majestad y de nuestras negligencias en vuestro servicio; como también que nos consigáis de su infinita bondad, que la pequeña Compañía de las Hijas de la Caridad, de la que somos nosotras los miembros, os tenga siempre por su verdadera y única Madre, sienta vuestra singular asistencia para la práctica de las virtudes de la Caridad, Sencillez, Paciencia y otras más propias de nuestro Instituto, pero particularmente la Castidad, preservándonos en los grandes peligros, a los que estamos expuestas; conseguidnos, si os place, de nuestro Señor Jesucristo, las gracias que nos son necesarias para continuar fielmente nuestras ocupaciones en el servicio de los pobres enfermos, y a otros a los que estamos dedicadas: tened la bondad de pedirle para nosotras una gran unión entre nosotras, la fidelidad en la observancia de nuestras Reglas y, en fin, la perseverancia en nuestra vocación, para que, habiendo fielmente servido e imitado a vuestro queridísimo Hijo, lo podamos alabar contigo allá arriba, en el cielo, durante toda la eternidad. AMEN”. (4) Finalmente, destaquemos cómo también santa Luisa sentía necesidad del acompañamiento maternal de María para la Compañía de las Hijas de la Caridad: “Mi muy honorable padre: no me atrevo a decirle a su caridad, en nombre de toda nuestra Compañía de Hermanas, que nos juzgaríamos muy felices, si nos pusiera a todas, mañana, en su santo altar, bajo la protección de la santísima Virgen, ni me atrevo a suplicarle que nos obtenga la gracia de que podamos siempre reconocerla como nuestra única Madre, ya que su Hijo no ha permitido hasta el presente que ninguna usurpase ese nombre en un acto público. Le pido esta aprobación por el amor de Dios, junto con la gracia de que podamos conocer qué es lo que hemos de hacer para ello, si a su caridad le parece bien enseñárnoslo”. (5)III. SAN VICENTE Y MARÍA ESCLAVA
3.1.- María y los planes de Dios
3.2.- María, modelo de la sierva
3.3.- En oración con María
IV.- CUESTIONES PARA LA REFLEXIÓN Y EL DIÁLOGO
San Vicente ha sacado las fuentes de su espiritualidad mariana del Evangelio y de la Tradición, evitando todas las exageraciones de lenguaje de su tiempo y las formas desviadas de la devoción.
¿De dónde sacamos, hoy, nuestra devoción mariana?
¿Cómo alimenta ella nuestra vida espiritual? ¿y nuestro trabajo?
¿”De qué nos serviría llevar una sopa, un remedio, a los pobres, si el motivo de esta acción no fuera el amor de Dios”? Ése era el motivo de todas las acciones de la santísima Virgen, y de las buenas mujeres que servían los pobres bajo la dirección de nuestra Señora y de los apóstoles, a los que os sentís tan felices de suceder. (IX, 38-39
¿Cómo nos compromete, nuestra espiritualidad mariana, en nuestros servicios de Misión y de Caridad?
San Vicente nos recomendaba que rezáramos a la Virgen con los medios de la piedad popular: Ángelus, Rosario, Letanías, Peregrinaciones, etc.
¿Cuál es, hoy en día, nuestro modo de rezar para llegar a orar con y como los pobres, en su nombre?
San Vicente encomendaba a la Virgen María todas sus obras, todo su trabajo, todo su seguimiento de Cristo.
¿Cómo vivimos y transmitimos nuestra cercanía a la presencia de María en todo lo que hacemos y decimos?
¿Por qué se va perdiendo nuestra amor a la Virgen María? ¿Son las prácticas religiosas dirigidas a María obsoletas?
¿No tendríamos que recuperar a María de su lugar: el Evangelio?
¿Cómo vicencianos, no tendríamos que hacer justicia a María y recuperarla de las banderas que se apoderan de ella y entregarla al Magnificat y a los pobres?
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(1) A. Dodin, “En priére avec Monsieur Vincent”, p. 210.
(2) A. Dodin, o. c., p. 213.
(3) Reglas Comunes de las Hijas de la Caridad: el texto más antiguo, probablemente contemporáneo de san Vicente y santa Luisa. Extracto de los archivos de las Hijas de la Caridad, Ms R57.
(4) Archivos de las Hijas de la Caridad. París.
(5) De santa Luisa de Marillac a san Vicente, VII, 335, 8 de diciembre de 1658. La fiesta, aquel año, se trasladó al 9, porque el 8 fue un domingo de Adviento.
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